lunes, 16 de noviembre de 2009

TRABAJO SOCIAL Y POLÍTICA: UNA REFLEXIÓN IMPERTINENTE PARA UNA FORMACIÓN PERTINENTE

Los procesos de formación en Trabajo Social se caracterizan, al igual que la profesión, por su carácter dinámico y en constante debate por su actualización y pertinencia. ¿Cuál es esta pertinencia en los albores del siglo XXI?, las respuestas a este cuestionamiento las podemos encontrar desde las diversas expresiones de acción profesional, recogiendo la experiencia y aporte de los distintos actores y espacios con los que el Trabajo Social se vincula desde lo cotidiano. El desafío es, entonces, como las Escuelas de Trabajo Social generan puentes de retroalimentación permanentes, a fin de actualizar sus mallas curriculares en términos de una formación profesional rigurosa, competente y coherente con las exigencias del mercado laboral y los fines del Trabajo Social.

De acuerdo a lo anterior, ¿resulta pertinente o necesaria la formación política de nuestros estudiantes?, ¿podemos encontrar una relación directa entre los componentes de esta formación y los fines del Trabajo Social?. Creo que el supuesto ambiente de apatía generalizada en torno a los temas políticos, que afectaría principalmente a los jóvenes, nos puede llevar a concluir sobre la impertinencia de estos temas en el escenario actual.

No obstante, sostengo que es posible debatir el argumento anterior. Para el efecto, intentaré ordenar los principales elementos de, lo que a mi juicio, constituye nuestro escenario global, para posteriormente posicionar teóricamente la relación entre lo político y la política, y su estrecha relación con la historia del Trabajo Social, intentando construir una reflexión que desde lo político, apunte a las pertinencias necesarias en la formación de nuestras y nuestros estudiantes.

Vivimos en la sociedad de la incertidumbre. Esta afirmación puede resultar de la más absoluta obviedad en el contexto de una de las peores crisis del modelo de especulación financiera neoliberal, la que finalmente nos mostró la cara menos amable de la globalización y sus “sentidos” de equidad, es decir, la constante privatización de las ganancias y la administración de los desastres por parte del Estado, el mismo Estado que ha sido arrinconado y condenado por el discurso neoliberal, pero esta vez valorado y convocado para el salvataje del modelo, destacándose incluso su oportuno intervencionismo a partir de medidas que han sido calificadas hasta de “socialistas”.

Pero esta incertidumbre también esta cruzada por sentidos y percepciones de vulnerabilidad ante expresiones de violencia cada vez más cotidianas y globalizadas en un escenario de dispersión y desarticulación social. Esta violencia desde lo cotidiano, es posible de ser apreciada desde distintas dimensiones de lo social, ya sea, desde formas de convivencia, socialización y resolución de conflictos a nivel familiar, desde la presencia del abuso y el castigo entre pares en los colegios, desde formas de expresión de la demanda social hacia el Estado, desde el Estado y su represión a esa demanda social, desde el aumento cuantitativo y cualitativo de la criminalidad, desde las respuestas de la sociedad ante esta criminalidad, desde la amenaza terrorista, desde los discursos beligerantes de liderazgos políticos desgastados, etc. Más allá de las dimensiones desde las que cuales se puede apreciar el fenómeno, quizás podemos sintetizar estas expresiones desde el alcance socio político de estas, es decir, entender el fenómeno desde las dinámicas relacionales propias de una comunidad, y por lo tanto, asociadas a lo que entendemos como seguridad ciudadana, o desde sus alcances globalizantes o geopolíticos, es decir, la guerra.

Asumiendo lo limitado del espacio para profundizar en ambas perspectivas, me parece necesario establecer algunas referencias generales que permitan ordenar una mirada frente a nuestro escenario.

El fenómeno de la seguridad ciudadana no sólo se presenta como relevante para el análisis del actual escenario a partir del aumento de la espectacularidad, violencia y tecnologización de los delitos y sus actividades vinculantes, si no que, además porque se encuentra asociado directamente con el aumento en la percepción de inseguridad por parte de los sujetos. Esta percepción, al mismo tiempo se ha transformado en el principal elemento articulador, integrador y convocante de nuevas formas de participación, casi como una respuesta mecánica y biológicamente determinada por el instinto de supervivencia y protección de los entornos afectivos inmediatos, en donde no solamente se vuelve a apelar al Estado como única instancia capaz de enfrentar el desborde delictual, casi como un Leviatán posmoderno, si no que también, se reinstala a la organización y participación, y sus componentes de solidaridad, en tanto estrategias de combate al fenómeno delictual (Escobar, 2005). Lo anterior, abre la oportunidad de avanzar en la disputa teórica y política con los sectores más conservadores y reaccionarios de nuestra sociedad, quienes paradójicamente han llevado la pauta en la instalación mediática y política del tema, centrando el interés en la victimización y el ejercicio de la violencia y control por parte del Estado, desde la defensa incorruptible de este al derecho a la propiedad privada, en tanto frontera explícita de la democracia liberal (Gómez, 2004). Lo anterior, genera las condiciones para la instalación de un cuestionable determinismo sociológico que vincula a la pobreza y sus contextos socio-culturales como escenario natural de desarrollo del fenómeno, y a la juventud urbano popular como el prototipo de sujeto del cual la sociedad debe defenderse (Escobar, 2005). Esta perspectiva, no sólo define la inviabilidad de cualquier política publica sectorial, en el sentido de superar los condicionamientos propios de la pobreza como elemento previo y condicionante a esta, si no que también, distrae la observancia de entender el fenómeno delictual como parte de un circuito de violencia con implicancias estructurales y culturales, inscritos en la desestructuración social heredera de la post dictadura, y de una forma de resolución de conflictos instalada en nuestra “alma” nacional, que privilegia la acumulación de conflictos al diálogo sistemático, generando frustración y resentimiento, en tanto componentes previos al estallido de la violencia...de hecho esta formula está plasmada en nuestro escudo nacional.

En relación a la Guerra, me parecen interesantes y provocativas, el conjunto de reflexiones desarrolladas por el filosofo político italiano, Antonio Negri. El autor, desde dos de sus trabajos más relevantes, “Imperio” (2001) y “Multitud” (2004), nos propone un escenario mundial y civilizatorio de guerra permanente y global, la que en el contexto de la paulatina desintegración de los Estados - Nación, en tanto espacios modernos de construcción identitaria determinadas por un territorio y soberanías político-jurídicas sobre este, configurarían un escenario de guerra civil (social) permanente, al servicio de un nuevo orden y control global, al que denomina “Imperio” (Negri, 2001). Este nuevo orden tendría un sentido de red global que superaría la noción del Estado en si mismo, y que respondería a las lógicas y necesidades del capital financiero globalizado, el que no reconoce fronteras ni conflictos nacionales, y que requiere de seguridad para un adecuado despliegue. La guerra y los conflictos cruzados por la violencia no sólo serían inevitables, si no que, necesarios y endémicos para este nuevo orden, siendo la guerra no sólo el escenario tipo de nuestra actual civilización, si no que, además, la respuesta misma a esta escenario, operando implícitamente como un instrumento de dominación extendiendo globalmente la red de jerarquías y divisiones que mantienen el orden mediante nuevos mecanismo de control y conflicto constante (Negri, 2001). Tal dominación adquiriría su capacidad disciplinante ajena al control corporeo e individualizante, propio de los mecanismos represivos del Estado, los que se presentan obvios, evidentes y explícitos, como parte de una soberanía cedida colectivamente y legitimadora de esta violencia-poder. Esta dominación se presentaría en tanto producto social que desde el disciplinamiento corpóreo, disciplinante e individualizante, apunta ahora a la producción de la vida y sus procesos, sus discursos y cesiones de legitimidad, sus proyecciones y sentidos civilizatorios, o en otras palabras “tras un primer ejercicio del poder sobre el cuerpo que se produce en el modo de la individualización, tenemos un segundo ejercicio que no es individualizador sino masificador, por decirlo así, que no se dirige al hombre/cuerpo si no al hombre/especie.” (Foucault, 2006, p220).

Esta perspectiva de poder, que al mismo tiempo es su propia definición, y su multiplicidad de presencias se reconocería en lo que, Michel Foucault, desarrolló conceptualmente como Biopoder (2006.p217-237), en términos de la producción, aumento y optimización de la vida misma, en una perspectiva de reproducción de esta y el poder que la incluye y la determina, es decir, la vida crea y hace posible el ejercicio de un poder sobre si misma, que no sólo la controla, si no que se apropia enteramente de ella para producirla desde sus mecanismos. Aún más, el disciplinamiento conductual se entiende como un requisito propio para el funcionamiento del engranaje neoliberal, en donde la certificación de intachabilidad es un requisito vital para la permanencia y el reconocimiento de una vida en la “vida de mercado”, es decir, estamos frente a un poder individualizante que apunta al control de cuerpos singulares, estableciendo una percepción de normalidad, incluyendo una dimensión ética, que se vincula con el concepto de anatomopolítica ( Foucault,2006.p228-229). Esta normalidad es una expresión de esta micro física de poder, la que al estar centrada en la vida y pretender invadirla a plenitud se hace objeto político desencadenante de luchas reales, sistemáticas y cotidianas (Foucault,1992,p41), las que también tendrían un alcance desde el disciplinamiento de las conductas a macro escala en la perspectiva de administrar fenómenos que atraviesan el conjunto de la población y que se definen más allá de los temas propios de la natalidad y la proyección de la especie, si no que, además, se instalan desde las condiciones de vida y la delimitación de conductas sociales ( Foucault, 1993). Estas formas sociales, códigos, conductas, lenguajes, expresiones socializadoras, valores, etc, es lo que se entiende como Biopolítica, la que se encontraría en el centro de las relaciones de poder y dominación de este nuevo orden mundial, pero que al mismo tiempo, establecería los principales vectores de resistencia y de reconstrucción civilizatoria en un claro sentido humanista y democrático (Negri, 2004.P 40-43).

Sería la democracia y no la guerra, el verdadero estado de excepción de nuestro actual orden global, pero al mismo tiempo, sería la democracia y las luchas por recuperarla, el “único camino que puede sacarnos de la inseguridad y de la dominación que suturan nuestro mundo en guerra; ningún otro camino puede conducirnos a una vida pacífica en común” (Negri, 2004, p.14). Desde este punto podemos entender la profunda esencia democrática que en su constitución y acción tienen los denominados nuevos movimientos sociales, que en tanto expresión de conflictividad y tensiones propias de la sociedad civil (Arato y Cohen, p572-585), expresarían desde su radicalidad discursiva y sus prácticas políticas cotidianas, más que un rechazo al sistema, una profunda y radical demanda de democratización, la que expresándose desde su particular heterogeneidad se levanta como múltiples resistencias, al mismo tiempo globales y dispersas, a las lógicas homogeneizantes, apolíticas y disciplinantes requeridas por el mercado y su imperio (Negri, p94-95), o quizás, como resistencias biopolíticas al biopoder neoliberal.

Esta “crisis de futuro” se expresa en la instalación de una lógica discursiva que niega la capacidad de establecer certezas que permitan comprender al mundo, y al mismo tiempo, limita las posibilidades definir vectores de transformación social y política. Estaríamos frente al despliegue hegemónico de una paradigma que se niega a si mismo como paradigma, y de una ideología que se niega a si misma como tal, desenmascarando el trasfondo totalitario de esta e instalando un discurso que apunta a afirmar una nueva realidad, que desde la preeminencia de la libertad de los individuos, construye una legitimidad en torno a las relaciones de dominación y desigualdad propias del neoliberalismo (Mouffe, Laclua, 2004). Siguiendo a Mouffe y Laclau, lo anterior correspondería a la emergencia de un nuevo bloque histórico, es decir, “tornado ideología orgánica, el liberal conservadurismo construiría una nueva articulación hegemónica a través de un sistema de equivalencias que unificaría múltiples posiciones de sujeto en torno a una definición individualista de sus derechos y a una concepción negativa de su libertad” (2004, p22). Elemento articulador de esta hegemonía discursiva y política, es el desprestigio de la organización y participación social en tanto espacio natural del ejercicio democrático y construcción histórica, instalándose casi en una perspectiva normativa, la búsqueda individual de beneficios o el aprovechamiento de estos a partir de la observancia de la acción de otros. También es posible evidenciar que estos discursos dirigidos a la apolitización de las relaciones sociales se encuentran determinados por una demonización del conflicto, el que es visto como un mal social que es necesario superar, reemplazándolo por la búsqueda del consenso como procedimiento y esencia de la democracia. Ambas perspectivas, apolitización y consenso, son componentes de un debate que explicitaremos en los próximos párrafos

Es en este momento en que se presenta como una necesidad teórico-analítica ineludible, para una cabal comprensión de lo antes descrito, el referir algunas líneas en torno a la noción de hegemonía.

No es posible referirse o desarrollar la idea de hegemonía, sin mencionar el aporte y lucidez que entorno al concepto desarrolló el teórico y político (teórico de la praxis) Antonio Gramsci. Al respecto, el valor central de sus propuestas no está en entenderlas como un todo cerrado, absoluto e incuestionable, por el contrario, el desarrollo de las teorías sobre la hegemonía, Estado, bloque histórico, sociedad civil, y el aporte y reconocimiento de la cultura en las luchas populares, sólo adquieren sentido en la perspectiva de ser entendidas como un marco de análisis integral, pero al mismo tiempo dinámico, siempre abierto para ser enriquecido y cruzado por el poder, es decir, por la política en si misma .

Es ampliamente reconocida la definición Gramsciana en términos de reconocer al Estado como “igual a la sociedad política más la sociedad civil, es decir, hegemonía reforzada por la coerción” (Gramsci,1971, p178), en el mismo sentido, se entiende que esta hegemonía traducida en Estado tiene un sentido primariamente económico, que apunta a “reorganizar la estructura y las relaciones reales entre los hombres, y el mundo económico y de la producción” (Gramsci, 1971, p179). La relación central que define a la Hegemonía, se ubica en la dicotomía estructura –sociedad civil, la que al mismo tiempo define los sentidos de dominación, es decir, en donde la estructura busca dirigir a la sociedad por el “consenso que obtiene gracias al control de la sociedad civil, este control se caracteriza por la difusión de su concepción del mundo entre los grupos sociales, que deviene así en sentido común” (Portelli, 1997, p78). En este punto es posible reconocer a la sociedad civil en tanto espacio natural de la disputa y lucha hegemónica, en tanto, el grupo o clase social que termina controlando a la sociedad civil es el que construye hegemonía conquistando a la sociedad política y transformándola en Estado. De esta manera, los factores de dominación presentes en toda formación estatal, si bien, se expresan primariamente a partir de los momentos de coerción o fuerza inherentes a él, adquieren su dimensión hegemónica en tanto espacio de organización y mantención del consenso, sus discursos y sentidos, o en otras palabras, “bajo la forma de Estado, la sociedad descubre y traduce la racionalidad del proceso capitalista de producción como sentido. El Estado es garante del capital, porque expresa la relación de capital como la razón social” (Lechner, 1977, p22).

Es en la sociedad civil no sólo en donde se disputa la hegemonía, si no que también es el escenario de su mantención, proyección, crisis y disolución, o como lo propone Bobbio (2006, p42), la sociedad civil puede ser entendida como una precondición del Estado, como una antitesis del Estado, y como la disolución y fin del Estado. En relación a la sociedad civil, es posible identificar dos acercamientos que permiten su vinculación con la teoría política. El primero, es la mirada desarrollada por el liberalismo contemporáneo, claramente influenciada en su disputa política e ideológica en contra de los Estados en formato de bienestar, la que entiende a la sociedad civil como un espacio autónomo, ausente y distante de la disputa política “marcada por la asociación voluntaria de los individuos, por lo que se interpreta no sólo como reino de la espontaneidad, si no como, fenómeno social que surge y se desarrolla sin intencionalidad política alguna en su origen y desenvolvimiento” (Acanda, 2002, p26), es decir, ausente de toda lógica de conflicto, disputa o expresión de poder. El componente político de la sociedad civil, sólo se limitaría al ejercicio de un rol de contención ante el avance del Estado y el Mercado (Olvera, 1999, p16), y en su máxima expresión, en tanto relato democratizador operante a partir de estructuras comunicativas (Acanda, 2002, p25). En segundo termino, es posible entender a la sociedad civil como espacio natural y privilegiado de expresión de conflictos y tensiones, económicas, sociales, ideológicas, religiosas, que el Estado está llamado a resolver, prevenir o reprimir, entendiendo que los sujetos de estos conflictos son las clases sociales y los grupos u organizaciones que las representan “movimientos de emancipación de grupos étnicos, organizaciones de clase, de defensa de derechos civiles, de liberación de la mujer, movimientos juveniles, etc” (Bobbio, 2006, p43). Esta perspectiva, no sólo asume a la sociedad civil como instrumento de análisis socio-político, si no que se vincula en si misma con un proyecto de transformación política, es decir, “de la construcción y/o deconstrucción, el estrechamiento o ampliación, de determinados espacios que encarrilan, en un cierto sentido, la actividad y el despliegue de sujetos sociales específicos “(Acanda, 2002, p246-247). En otras palabras, un espacio abierto y en constante disputa, en donde se expresa “lo político” y “la política”.

En oposición al escenario apolítico y consensual, entendemos “lo político” como la dimensión de antagonismos y conflictos propios y constitutivos de nuestras sociedades, y de toda relación social, mientras que “la política” en tanto prácticas concretas e instituciones orientadas a la creación de un orden, necesario en el contexto del conflicto ineludible derivado de “lo político” (Mouffe, 2007, p16), por lo que toda noción político/política está definida por su inseparable relación con el conflicto y el poder, la política es una expresión del conflicto, el que es inherente a toda formación humana, y al mismo tiempo es la búsqueda y resultado de una relación de poder, “hay política simplemente porque ningún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas” (Ranciere,1996,p 31).

Llegado a este punto es pertinente reinstalar la pregunta que da origen a estas reflexiones, ¿es posible identificar un vínculo permanente e histórico entre el desarrollo, definiciones y roles del Trabajo Social y lo político?.

Me parece que es posible avanzar en el despeje de este cuestionamiento desde, a lo menos, dos miradas. La primera, asociando el desarrollo, tensiones y definiciones del Trabajo Social en el contexto de su relación con el Estado, y la segunda, en términos de su ubicación en el escenario de las dinámicas sociales.

Existe cierto acuerdo en establecer que el Trabajo Social se ha desarrollado de manera relevante a partir de la presencia de variables externas y de cómo éstas han influido internamente en sus dinámicas. En otras palabras, la profesión habría surgido en tanto respuesta o consecuencia a factores o variables socio políticas, específicamente en relación a las distintas formas estatales y sus respectivas crisis, o como lo propone Nidia Aylwin, “el desarrollo y evolución de la profesión han estado directamente ligados a las características del Estado y de las políticas sociales que este ha generado como respuesta a los problemas sociales” (1996, p135). Lo anterior, nos lleva a asociar de manera ineludible no sólo al Trabajo Social con el desarrollo y crisis del Estado, si no que además, con el desarrollo y crisis de las distintas formas de Capitalismo que han acompañado a este, de hecho es posible vincular directamente la crisis del Estado Liberal Oligárquico en Chile, y su correlato en la crisis del modelo capitalista financiero (Salazar,1999), con el surgimiento de nuestra profesión en Chile en 1925, en tanto la necesidad política de amortiguar las devastadoras consecuencias sociales de ésta, y de contener al mismo tiempo, la demanda y protesta popular que amenazaba con desbordar al sistema político. De esta manera, es en el contexto de la crisis financiera global de los años 30, en que la asistencia social se transforma paulatinamente en seguridad social “resultante de los crecientes problemas surgidos en el proceso de industrialización, las reformas sociales populistas, la introducción de políticas sociales del capitalismo moderno y la captación teórica-metodológica de especialistas en servicio social” (Torres, 2006, p101), buscando “racionalizar” y tecnificar al Trabajo Social, alejándolo del conflicto político y centrándolo en la producción de beneficencia .

Entre 1930 y 1942 se fundan 11 Escuelas de Trabajo Social, en 11 países Latinoamericanos, lo que coincide con el “despliegue de reformas y cambios dentro de la estructura económica y social de cada país, estimulando la necesidad de industrializar la producción y tecnificación de las diferentes formas de asistencia social”(Torres,2006,p120), es decir, en correlato con las necesidades de los Estados en relación al paulatino despliegue y tránsito de modelos de acumulación capitalista industrial a formatos de bienestar o Keynesianos (Borón, 2003). Lo anterior, también es posible de verificar a partir de las dinámicas y temáticas de discusión presentes en distintos eventos a nivel latinoamericano, los que van reflejando la forma en que la profesión acoge los procesos de transformación en la estructura política y económica de nuestras sociedades. A modo de ejemplo, en 1945 se realiza en Santiago el Primer Congreso Panamericano de Servicio Social, centrándose en los temas de la cooperación mundial en el bienestar social, el servicio social en centros de producción industrial y el servicio social en el medio rural; en 1961 se realiza un Congreso Panamericano en Costa Rica, centrando el debate en los temas de servicio social y educación, grupos marginales y educación de adultos y tensiones inherentes a la estructura de una sociedad industrial.; en 1965, el Quinto Congreso en Lima, abordándose los temas relativos al desarrollo y subdesarrollo y la búsqueda de marcos de acción e interpretación propios para Latinoamérica“ (Torres, 2006,p121-131); llegando en 1966 (Uruguay), 1967 (Argentina), 1968 (Venezuela), 1969 (Concepción), a un “desprendimiento progresivo y rápido de la labor funcionalista del quehacer tradicional del trabajador social, infiltrando definitivamente el compromiso del profesional en los procesos de lucha de clases” (Torres,2006, p131). Todo lo anterior en el contexto de los procesos de ampliación democrática impulsados por el avance electoral de los partidos de izquierda y la innegable influencia ideológica de la Revolución Cubana en el continente.

Si observamos este proceso desde los trayectos e influencias ideológicas en la profesión, y siguiendo a Vicente de Paula Faleiros, es posible definir tres momentos que ilustran lo anterior. Un Trabajo Social liberal, que interviene neutralmente en la problemática social centrándose en la acción individual; un Trabajo Social desarrollista, en tanto mediador y conciliador de las contradicciones sociales; y un Trabajo Social revolucionario, vinculado a la liberación del oprimido en perspectiva socialista. En una mirada similar, aunque más centrada en las transformaciones del Estado, Ezequiel Ander-Egg (1994) nos propone una evolución histórica marcada por distintos momentos: beneficio asistencial, entre 1925 y 1940, con una clara influencia europea en tanto ejecutores de la caridad; Aséptico- tecnocrática, entre los años 40 y 60, con clara influencia Norteamérica y buscando la estandarización de la acción de manera neutral y desideologizada; Desarrollista, intentando asociar al Trabajo Social con perspectivas de transformación estructurales, con una clara influencia Cepalina; y Concientizadora-revolucionaria, en la búsqueda latinoamericana desde las luchas de liberación de los pueblos.

Desde una mirada más crítica, me parecen interesantes las perspectivas desarrolladas por María Angélica Illanes (2007) en relación a la historia y desarrollo del Trabajo Social en Chile. La autora coincide en ubicar el surgimiento de la profesión a partir de necesidades políticas derivadas del escenario de crisis capitalista en los años 30 y su correlato en la crisis del Estado y el sistema político chileno, pero profundizando en las dimensiones político ideológicas de este proceso. Propone que el surgimiento y desarrollo del servicio social, y la figura de las visitadoras sociales, entre 1887 y 1940, es posible entenderlo desde el despliegue de prácticas Biopolíticas por parte del Estado en la búsqueda de generar disciplinamiento y control social frente a un movimiento popular ascendente en movilización y cuestionamiento al sistema político y económico, es decir, ante una crisis de hegemonía de este. Este diseño biopolítico habría integrado una mirada biomédica en torno a la pobreza (enfermedad social necesaria de curar a partir de políticas sociales), en conjunto a la influencia del catolicismo y su discurso de perdón y caridad (en oposición a la revuelta revolucionaria), y ambas articuladas desde la intervención de mujeres (pertenecientes a la aristocracia criolla) portadoras de este discurso de sanación, paz y caridad. Todo lo anterior en la perspectiva de disciplinar, controlar y neutralizar a una noción de pueblo asociado, en lenguaje de Foucault, a un cuerpo-poder al que hay que acceder para redefinir este poder en clave de dominación sobre este, permitiendo de esta manera, limitar los momentos de coerción y violencia en pos de una recomposición de los consensos necesarios para cerrar una nueva hegemonía, que finalmente se traducirá en una nueva forma de Estado. De esta manera, el Trabajo Social en sus orígenes es entendido no sólo como determinado por el Estado y sus formas, si no que explícitamente en tanto instrumento político de dominación, por lo que todos los esfuerzos en la búsqueda de su neutralidad ideológica serían parte de este mismo despliegue biopolítico.

Desde un segundo vértice, podemos reconocer la vinculación entre Trabajo Social y política desde las formas en que se ha entendido su ubicación al interior de las dinámicas sociales, tema que ha sido motivo de los principales debates en su historia, búsquedas incansables de su rol y definiciones, estableciendo crisis y lógicas de continuidad y ruptura ya enunciadas. Existe coincidencia en situar a la profesión en relación al hombre, su cultura y su medio social como su principal fuente de pertenencia, desplegando desde esta su acción transformadora (IPS, 1988). Desde una mirada de tecnología social, se entiende que su objeto de acción se contextualiza en el ámbito de la realidad social y de los sectores sociales que presentan limitaciones para la satisfacción de sus necesidades, requiriendo de un ente externo que los ayude a enfrentar y superar tal situación, estableciendo roles de implementador de políticas sociales y educador social informal (Aylwin, Briceño y Jiménez, 1975). Por otro lado, también se propone como objeto de la profesión a “el problema social”, entendido como la “dificultad existente en una sociedad para satisfacer las necesidades básicas de sus miembros” (Aylwin,1980) asociando estos a un origen estructural. En fin, más allá de los contextos en que estas definiciones fueron desarrolladas, resulta ineludible la relación entre el Trabajo Social y los problemas, conflictos y desigualdades de toda relación que se inscribe en el escenario de lo social, que como ya hemos propuesto, es el lugar inherente de lo político y mapa de las articulaciones y acciones políticas, las que no escapan de las definiciones ideológicas de quienes las ejecutan. Sólo desde esta premisa es posible comprender la existencia de visiones tan contrapuestas como la desarrollada por Pilar Alvariño (en ese periodo Directora del Departamento de Trabajo Social de la Universidad de Chile, sede Santiago Oriente), quién en plena etapa de terrorismo de Estado en Chile, que involucró la detención y desaparición de un número considerable de colegas, planteara que el “cambio de gobierno” debiera servir como una etapa de reflexión en torno a los errores cometidos en el proceso de reconceptualización, devolviendo la confianza y seriedad perdida por la profesión en este periodo a costa de estos “trabajadores de la revolución” (1975); lo anterior, en una abismante distancia con lo propuesto por Daniela Sánchez y Ximena Valdés, las que en el contexto de las movilizaciones antidictadura nos proponían un Trabajo Social en tanto práctica de intervención social transformadora, que aspira a la superación de la pobreza y la “búsqueda de una sociedad democrática donde sea posible una calidad de vida digna para todos” (1987).

No es posible separar al Trabajo Social y sus prácticas, de lo político y las prácticas políticas. Aún más, creo que la posición privilegiada del Trabajo Social, imbuida en los microespacios de realidad y cotidianeidad de las personas y sus dinámicas sociales (por lo tanto de poder y conflicto), permite establecer una relación inherente entre nuestra profesión y lo político, entre nuestras prácticas profesionales y lógicas de resistencia y superación democrática a la biopolítica neoliberal. No me refiero a una recuperación nostálgica y trasnochada de la reconceptualización de los años 60, por el contrario, me refiero a la actualización de nuestro rol y perspectivas en un escenario posmoderno, que utiliza a la apolitización y al consenso como herramientas de dominación y sutura hegemónica. Tampoco entiendo lo anterior desde la exclusividad del Trabajo Social en comunidades, ya sea, desde perspectivas de desarrollo local institucionalizadas o de fortalecimiento de la sociedad civil desde las ONG. Creo que el Trabajo Social, en sus amplios y diversos escenarios de intervención, desde los más institucionalizados y vinculados al Estado, hasta los más autónomos y “alternativos”, incluso pasando por aquellos en directa relación con el mercado y sus dinámicas de productividad/beneficiencia, se encuentra cruzado por el conflicto y relaciones de poder. Reconocer este fenómeno es reconocer la naturaleza misma del Trabajo Social, por lo que esta reflexión impertinente apunta a la pertinencia de una formación politizadora y democrática para las futuras y futuros trabajadores sociales, quienes sólo desde el reconocimiento de su condición política en tanto seres humanos y su rol democratizador, podrán proyectar sus sentidos de justicia social y cambio.

Finalmente, la historia del Trabajo Social es la historia de sus definiciones y búsqueda de sus roles, existiendo hasta hoy diversos debates y encuentros gremiales, académicos y estudiantiles al respecto, permitiendo asegurar la vigencia y proyección de nuestra profesión. En ese sentido, e insistiendo en la impertinencia con la que inicié esta reflexión, me parece necesario integrar a estos debates la propuesta de entender al Trabajo Social desde el despliegue sistemático de acciones, articulaciones y sentidos políticos, es decir, una profesión politizadora.

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